El de las gafas | EL ESPECTADOR

2022-10-18 03:00:40 By : Ms. Ivy Ning

Que conste que no hablo del presidente Petro, aunque se esté haciendo el de las gafas con la crisis de derechos humanos en Nicaragua y el nombramiento del ministro plagiario, el copista Guillermo Reyes.

Tampoco del expresidente Uribe, que vive haciéndose el de las gafas respecto al conflicto armado que, según él, no se vive en Colombia, y el cual se dispone a no contar para rebatir a la Comisión de la Verdad.

Mucho menos de Iván Duque, que durante cuatro años y hasta la última raspada de la olla se le hizo el de las gafas al país, desde la ñeñepolítica hasta el robo de los recursos para la paz (“¿De qué me hablas, viejo? ¡Sacúdete, ajúa!”).

No me referiré a los cuatro partidos tradicionales que firmaron una carta de apoyo a una candidata a la contraloría y el día de la votación se le voltearon, cínicos empedernidos en el arte de hacerse los de las gafas.

No voy a hablar de ellos. En esta ocasión hablaré de mí. El de las gafas soy yo, que estoy usándolas por primera vez en cincuenta y dos años, tras décadas de dejar avanzar la hipermetropía. Tal y como el converso declara haber visto la luz, así yo doy testimonio del milagro.

He vuelto a nacer, a contemplar, a discernir. Vuelvo a detallar las plantas, las flores, los alimentos, los contornos, los poros. Reaprendo a leer, percibo de nuevo las letras y las tipografías, distingo que la fuente Garamond es delgada y redonda, que la Times New Roman es ancha y sin ornamentos, y que la Helvética es seca, neutra. (Beatrice Ward, que trabajó junto al creador de la Times New Roman, Stanley Morison, definió la tipografía como “una copa de cristal transparente que da forma a lo que hay en su interior”).

Lo anterior no implica que ahora textos malos me parezcan bellos. Por el contrario: los lentes de las gafas, como los espejos del poema de Roca, al horror agregan más horror, y más belleza a la belleza. No es que mi mirada sea más penetrante ahora, aunque ojalá que así lo fuera. En 1934, Gómez de la Serna ilustró una de sus greguerías con el dibujo de un hombre que se ponía unas tijeras a modo de anteojos. A algo así aspiro yo: a que las gafas, al afinar la mirada, afilen la inteligencia, esa facultad que Luis Tejada describió hace 102 años en este mismo diario como una curiosa enfermedad: “Yo me figuro la inteligencia como una protuberancia enorme y prolongada, como al que se le creciera un kilómetro el dedo del corazón de la mano derecha y fuera por el mundo llevándolo así, flexible y pegajoso, como el de un pulpo, tocándolo todo sin querer y antes que los demás, tropezándose con todo, atormentado, loco, con ese dedo infinito que tendría una susceptibilidad delicada, una percepción sutil y enfermiza”.

A decir verdad, aunque lustro las gafas con el líquido antiempañante y las guardo en la caja ceremonialmente, no me hago demasiadas ilusiones. En estos quince días ya les noto rayones en una esquina. Se irán acumulando. Entonces la mirada perderá nitidez. Y si no es eso, la aplanadora de la costumbre, el terigio del tiempo, los días que uno tras otro son la rutina irán desdibujando el prodigio.

Por lo pronto, mientras la novedad perdura, mientras que aún son las niñas de mis ojos y mis nuevas mejores amigas, gracias a las gafas vivo en constante ensoñación. Y si los ojos son las ventanas del alma, las gafas las enmarcan. Y si los ojos son los pezones del rostro, las gafas son sus brasieres. Y si, como anotó Tejada, los ojos son unas caderas tremolantes que llaman al enemigo, las gafas son los descaderados que lo desarman.

Mi nariz y mis orejas dan gracias al cielo. En la función de sostenerte, oh, gafas, han encontrado una nueva razón de ser.

Dedico esta columna a la optómetra Luz Nelcy Acosta y al oftalmólogo Rodrigo Miranda, autores materiales e intelectuales del prodigio.